26/10/11

Los espacios breves

La idea de salir de casa, y enfrentarse a los pensamientos de otros seres humanos, la hacía sentirse muy cobarde. A veces, lo pensaba detenidamente, intentando ver en su "Don" ese lado positivo que algunos veían. Casi nunca lo lograba...

Leer la mente de los demás no era más que una maldición, que le daba de comer todos los días -pero una maldición al fin y al cabo- y le permitía tener una vida tranquila y aislada en los 150 metros de local que compró hace algunos años y habilitó como vivienda-loft, libre de estancias y espacios reducidos. El mero hecho de pensarse encerrada en pequeños habitáculos comunicados entre si por puertas, era como todas esas veces que se había quedado atrapada en la mente de algún psicópata. Sin salida, a expensas de las maquinaciones de esos enfermos. Todo era tan macabro, tan siniestro... que ya no encontraba un solo ápice de cordura en nadie. Estaba cansada de las miradas grises, de los rostros inexpresivos, de los gestos fingidos y a veces exagerados. Tenía la certeza de no conocer a un solo ser humano natural, espontáneo, sin reveses ni dobles fondos. Por ese motivo cada día al salir de la oficina, en la comisaria donde trabajaba, jamás se detenía en ningún lugar, necesitaba llegar a casa cuanto antes, para estar a salvo.

El único espacio breve, en el que solía pasar mucho tiempo, era la pequeña cornisa de la ventana que había junto a su cama. Todas las noches se sentaba en ella, dejando que sus pies colgasen hacia el vacío, cerraba los ojos e intentaba escuchar tan solo el susurro del viento. A veces, lo lograba...




©Yolanda Gutiérrez Martos 2011
Publicado por Yolanda Gutiérrez Martos en 7:47 | 1 comentarios  
Etiquetas:
25/10/11

La habitación de las soledades

Llevaba varias horas sentada en aquella silla de su habitación, había desgranado uno a uno, todos los comprimidos de las tabletas contenidas en las dos cajas de color blanco y verde, que el día anterior había comprado en la farmacia. Luego, los había colocado amontonados sobre la mesa. Los miraba, y después apartaba la mirada para dejarla perdida entre los dibujos de las baldosas del suelo de granito. Pensó en todos aquellos hombres que frecuentaban su habitación, en las historias que cada uno traía consigo. Historias de hombres que amaban a sus mujeres y que no se sentían amados por ellas, historias de hombres que no amaban a sus mujeres. Otras, eran historias de hombres que amaban a más de una mujer, e incluso, historias de hombres que amaban a otro hombre y luchaban contra sí mismos, intentando amar a una mujer. También estaban aquellas historias, de hombres que no amaban a nadie y sólo acudían a ella por su verdadero servicio: una hora de sexo sin charlas, a cambio de 80 euros. Luego, había alguna que otra historia de mujeres que amaban a otra mujer en secreto.

Aquella habitación había conocido historias de tantas soledades, que se había convertido en el refugio de la soledad más absoluta. El nexo que la unía a ella con todas aquellas historias, era su propia soledad, la de un cuerpo malgastado y -muchas veces- maltratado, que acostumbraba a soldar su corazón, cada vez que se hacía añicos.

Echó una última mirada al montón de comprimidos que aguardaban sobre la mesa, tomó un puñado, y los fue ingiriendo uno a uno, igual que los había desgranado de sus tabletas de plástico. Este era su primer viaje programado, el que le permitiría abandonar la habitación de las soledades, sin miedo a los devastadores miedos de otros seres humanos.




©Yolanda Gutiérrez Martos 2011
Publicado por Yolanda Gutiérrez Martos en 8:32 | 0 comentarios  
Etiquetas:
19/4/11

El faro de Alejandría

No fue una tarde, ni una primavera, no fue luz envolviendo el contorno de mi mano, ni el adiós dibujado en su mirada…



EL FARO DE ALEJANDRÍA



Había decidido empezar una vida nueva, con un nuevo nombre y un aspecto diferente. Diseccionó cada una de las mujeres de las que estaba hecha, las que había ido adoptando en su corto, pero intenso caminar, y extrajo, a su juicio, lo mejor de ellas, entonces, mezcló todos esos componentes y dio lugar a la mujer que sería desde ese momento en adelante. Se otorgó a sí misma un nuevo nombre, escogido, tal vez al azar, de entre todos los nombres de la mitología egipcia: Isis.



Recogió unas cuantas cosas que le pertenecían, las introdujo en un par de pequeñas cajas de cartón. Desechó unas -otras ya las había regalado previamente- y viajó ligera en un viaje sin fecha de retorno. Condujo más de mil kilómetros, sin un rumbo trazado. Sólo se detuvo bajo la corta escalinata de un faro que permanecía encendido alertando a los marineros del peligro de los arrecifes. Se sentó durante varias horas, al pie del faro, sobre uno de sus anchos peldaños, y esperó a que aquel lugar le hablara. Y algo debió contarle aquel faro, por que se levanto, y con paso firme y decidido, se introdujo de nuevo en su coche negro, condujo hasta el pueblo más próximo al faro, se adentró entre sus estrechas callejuelas y se detuvo a las puertas de uno de esos bares de partidas de cartas y dominó, se dirigió al hombre que había tras la barra y le preguntó, dónde podía quedarse a vivir.



Se instaló en la diminuta habitación. Sentada en el escritorio de madera, miró a través de los cristales cómo las olas se mecían frente a ella a escasos metros de la ventana, luego, sacó de su bolso de mano una pluma y un cuaderno de notas, y escribió: “Aquí comienzo yo. Esta es mi historia”.



____________________________________



Dedicado a Isis, y a todas las mujeres que como ella, decidieron un día escribir su propia historia.
Publicado por Yolanda Gutiérrez Martos en 15:20 | 1 comentarios  
Etiquetas:
21/2/11

AURORA Y EL ÁGUILA DE EDOX

Fragmento del 1er. capítulo


AURORA Y EL ÁGUILA DE EDOX

Aurora nunca aprendió a leer ni a escribir, pero era una auténtica experta en el conocimiento de varias lenguas, además del lenguaje de los gestos. Era una habilidad que poseía desde niña. Desconocía el origen de semejante Don, así como su propio origen. No tenía a nadie a quien preguntar por su procedencia. Estaba sola, sus padres adoptivos habían fallecido cuando ella era muy pequeña, sólo recordaba haber sobrevivido gracias al cobijo y la caridad de un viejo monje que vivía desterrado en la aldea donde ella había crecido. Pero Aurora sentía que no pertenecía a ningún lugar, ni siquiera tenía recuerdos de su procedencia. Quizás por ese motivo se sentía diferente, y quizás también, por que los habitantes de la pequeña aldea decían que era hija de una bruja, y que por esa razón ella podía hacer cosas que nadie más podía hacer. Era una chica extraña, ni siquiera tenía amigos, tan sólo al viejo monje de la aldea, y también, a su águila de Edox, que se había convertido en su guardián protector y su guía, al morir el viejo monje.

La mañana siguiente a la muerte del monje, despertó sobresaltada, al intuir en la alcoba una presencia, al abrir los ojos vio como ante ella, desde el gran armazón de madera, al pie de su cama, se hallaba, erguido y majestuoso, el Águila de Edox. Su plumaje era de un extraño color grisáceo y las últimas plumas de los extremos de sus alas, eran de un impoluto color blanco, aurora pensó que había visto muchas veces águilas de mayor tamaño, pero nunca ninguno dentro de su alcoba. El ave la miraba fijamente, con cierto gesto de ternura. Parecía como si hubiese estado allí toda la noche, velando su sueño tras haberse quedado sola. Aquel día cumplió dieciséis años, y desde entonces su águila de Edox no se había separado de ella jamás.

(...)


©Yolanda Gutiérrez Martos
Publicado por Yolanda Gutiérrez Martos en 12:26 | 0 comentarios  
Etiquetas:
1/10/10

Algo más

Pasada la medianoche decidió volver a casa, se sentó en uno de los peldaños del porche de la entrada. Durante un rato observó las llaves y el curioso orden que tenían dentro del llavero –de mayor a menor, o viceversa- Parecían estar colocadas de forma minuciosa, y sin embrago, él mismo las había colocado al azar cuándo tuvo que mudarse a la casa de la playa. Irene lo había desterrado allí, tras enterarse que se había estado “tirando” a su amiga Laura. Él siempre lo negó, pero nunca logró convencer a su mujer, ni a nadie.

El proceso de divorcio estaba siendo largo y tedioso, Irene, no solamente no quería la custodia compartida sino que pretendía obtener la patria potestad de los niños. Aun para ella, una abogada matrimonialista, especializada en divorcios difíciles –y en joder al oponente de su cliente- estaba siendo una tarea ardua. Quim podía ser el más infiel de los hombres, pero en el fondo, quien lo conocía sabía que era un buen tipo. Incluso Irene, lo tenía claro, tal vez por esa razón ella decidió contratarme. Todavía me parece oír sus palabras el día que firmamos el acuerdo privado: “Ese cabrón me las va a pagar”. En seguida, en mi cabeza se formó una idea de cómo era Quim, y pensé que el día que lo conociese tan sólo me parecería un perfecto idiota incapaz de reconocer a una arpía. Aunque bien pensado, seguramente debe ser muy difícil reconocer a semejante alimaña en la persona con la que te has casado, y a la que se supone amas sin reparos. Después de todo, bien dicen por ahí, que el amor es ciego… yo creo además, que cuando por fin ves la realidad, no es que deje de ser ciego, es simplemente que deja de ser amor. En el caso de Quim, pasó de ser amor, a ser aburrimiento e indiferencia. En el caso de Irene… en el caso de Irene, dudo mucho que alguna vez hubiese sido amor.

Irene me contrató, única y exclusivamente para joderle la vida a Quim. Nunca pensé que alguien fuese capaz de idear un plan tan maquiavélico, sólo la mente de una loca… o de una psicópata es capaz de algo así. Y yo, por cien mil euros, acepté. Después de todo, por qué coño iba a importarme él… ni ella.

(Continuará...)



©Yolanda Gutiérrez Martos
Publicado por Yolanda Gutiérrez Martos en 10:11 | 0 comentarios  
Etiquetas:
Suscribirse a: Entradas (Atom)